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LA IRRESPONSABILIDAD DE LOS INTELECTUALES

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Ya sabemos bien, pero no por eso se nos olvida, que las decisiones que favorecen los intereses económicos de las élites necesitan legitimarse por medio de la opinión y las explicaciones supuestamente independientes de ciertos intelectuales. Sus voces se amplifican desde los medios de comunicación corporativos, y así escuchamos o vemos en televisión o radio sus análisis sobre el acontecer político; y si el que opina es de mayor rango en la jerarquía de la intelectualidad, también leeremos sus opiniones en medios digitales o, de preferencia, impresos: periódicos y libros de amplia difusión. Con sus honrosas y muy claramente identificables excepciones, «experto» es el nombre que se asignan quienes, desde una posición presuntamente ilustrada, justifican y dan legitimidad a las decisiones de las élites.

En los programas de concursos de la televisión de antaño -no sé si en los de ahora-, anunciaban la presencia del «Interventor de Gobernación»: un hombre o una mujer de vestimenta adusta y gesto igual que estaba ahí «para dar fe de la legalidad de los concursos». Así funciona la opinión de los intelectuales: son figuras cuya autoridad consiste en ser ajenos al intríngulis del espectáculo, excepto que, a diferencia del Interventor de Gobernación, legitiman el statu quo, no en silencio, sino precisamente por efecto de su palabra.

El jueves pasado, la Comisión para el Acceso a la Verdad y la Justicia (CoVAJ), presidida por Alejandro Encinas, presentó su informe sobre el caso Ayotzinapa. Noventa y siete páginas y ocho anexos en los que se expone la investigación sobre qué ocurrió en la noche del 26 de septiembre de 2014, cuando desaparecieron los 43 estudiantes de la Normal Isidro Burgos, y el plan urdido por elementos policiacos, militares y gubernamentales -de los tres niveles del gobierno- para ocultar los hechos ante la opinión pública. No suena exagerado, después de leerlo, que se califique lo ocurrido como «crimen de Estado».

La narrativa oficial en su momento fue que los estudiantes se trasladaron a Iguala porque intentaban boicotear el informe de la esposa del presidente municipal, y esto detonó que la policía municipal los persiguiera y más adelante los entregara a un cártel que, al confundirlos con miembros de otro cártel, terminó por desaparecerlos a todos en una pira en el basurero de Cocula. El informe presentado por Encinas desmiente la urdimbre de este relato, y con eso socava la tesis de que el presidente municipal de Iguala era uno de los principales involucrados. En lugar de eso, se confirma la información, que ya circulaba desde 2015, y que el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI) incluía ya en sus informes, de que entre los estudiantes estaba infiltrado un miembro activo del ejército, al que la Secretaría de la Defensa eligió perder antes que activar el protocolo de su búsqueda.

También se desmiente el desenlace de la incineración en el basurero. Y aunque las conclusiones siguen siendo dolorosas -no hay ningún indicio de que los estudiantes estén con vida, y, en cambio, hay todos los indicios de que fueron ultimados y desaparecidos en grupos separados-, la narrativa de la llamada «verdad histórica», defendida por la PGR de aquel entonces y la del informe de la CoVAJ son esencialmente diferentes por cuanto una fue urdida para ocultar la verdad y cerrar el caso, mientras que el otro fue el resultado de continuar la investigación y buscar a los responsables.

Regresando al inicio de este texto, una mentira como la «verdad histórica», inconsistente e inverosímil como era, sólo pudo pasar como una explicación medianamente plausible para la opinión pública con la ayuda de los intelectuales que se prestaron para tal propósito.


Durante los meses que siguieron a aquel septiembre de 2014, fue llamativo el despliegue de libros, columnas y hasta películas que reproducían el relato oficial. La consigna parecía ser que, a fuerza de repetirlo, la gente lo terminaría creyendo. Pero además, se tenía que replicar, analizar y hasta cuestionar -siempre dentro de los límites de la crítica insignificante- por voces reputadas. La abyección de ciertos columnistas y opinadores para defender y difundir la «verdad histórica» es un ejemplo paradigmático de la connivencia -disimulada, para ser efectiva- entre los órganos corruptos del poder y las élites intelectuales.

Esteban Illades, en un tiempo récord, escribió un libro, «La noche más triste», que salió a la luz apenas unos meses después de los hechos. No me interesa tanto hablar del libro como de la entrevista que le hacen en el sitio de noticias de Carmen Aristegui el 30 de julio de 2015. Algunas de las preguntas que le hacen al autor son «¿Qué tan difícil fue articular una narrativa imparcial sobre lo sucedido con los 43 normalistas?» «¿Cómo abstraerse de la politización del suceso para establecer una hipótesis?». La entrevista, si bien tuvo mucho menor difusión que el libro, revela el modo clásico en el que los periodistas inescrupulosos difunden noticias falsas: a falta de respaldo en la realidad, se avalan unos a otros. Los dichos se consideran verdaderos, no porque coincidan con los hechos, sino porque coinciden en la opinión de varios.

Quien le hace esas preguntas a Illades (la entrevista está firmada por la redacción del sitio) hace algo mucho más fuerte que afirmar: presupone, es decir, da por hecho sin cuestionamiento, que la investigación de Illades es una narrativa imparcial y despolitizada. Illades se explaya en cuestionar la versión de la PGR, menciona alguna inconsistencia -por ejemplo, el hecho de que en el basurero de Cocula nunca se encontraron hebillas u objetos metálicos que deberían haber permanecido después del fuego-, pero finalmente minimiza esa falta, y la deja como «una pregunta abierta». En contraste, refuerza la tesis de la incineración con base en otra opinión experta: «Por eso busqué al experto estadounidense John DeHaan, su versión es que tristemente, sí es posible reducir a cenizas 43 cuerpos

en una noche a través de una técnica que permite que dos cuerpos se quemen entre sí». Queda así capoteada la inconsistencia porque la versión cuenta con el aval de otro «experto».

El prólogo del libro de Illades lo escribió Héctor de Mauleón. No sería esa la única vez que prestara su pluma para la defensa de la verdad oficial. Ya bien entrado este sexenio, y con la verdad histórica derrumbándose de manera cada vez más estrepitosa, entre más avanzaban las investigaciones del GIEI, de Mauleón publicó en El Universal, refiriendo como sustento unos documentos de la CNDH, que algunos de los estudiantes, entre ellos el sobreviviente y ahora diputado conocido en ese entonces como Omar García, estaban involucrados con el crimen organizado. Sin mediar más pruebas, de Mauleón hizo una ligera modificación a la verdad de la PGR de Murillo Karam: los estudiantes no fueron «confundidos» con los miembros de un cártel rival, sino que pertenecían, en efecto, a ese cártel. En esa y otras columnas, de Mauleón trató de echar por la borda la nueva investigación emprendida por el gobierno actual, criminalizando a las víctimas y tratando de difundir, a falta de verdades, al menos el cinismo de agorar que nadie podría saber a ciencia cierta lo que había pasado.

Hay muchos más ejemplos de otros periodistas, comentadores, guionistas y cineastas que prestaron su voz para legitimar la verdad histórica con la que un entramado de diferentes agentes gubernamentales trataron de ocultar la verdadera descripción de uno de los pasajes más dolorosos de nuestra historia reciente, pero por falta de espacio, no entraré en detalles. Los lectores seguramente los conocen y los recuerdan.

«La responsabilidad de los intelectuales» -dice Chomsky en ese ensayo que se titula así justamente- «consiste en decir la verdad y revelar el engaño». Si estos intelectuales prefirieron hacer exactamente lo contrario, entonces será responsabilidad de las audiencias sancionar socialmente a quienes decidieron poner su palabra al servicio de una mentira, precisamente, dejando de creerles.

Derechos de autor

© Violeta Vázquez Rojas Maldonado El Chamuco

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